Santo Domingo. EFE
Como si fueran pastos, un rebaño de vacas se alimenta
de despojos en el vertedero de Rafey, en la ciudad dominicana de Santiago, pero ya no
se ve a los cientos de niños que, hasta hace pocos años, buscaban el sustento familiar
entre la basura.
Esa estampa ya pertenece al pasado, no hay menores arrastrándose entre los desechos
para llevar a sus casas algo de comida o de chatarra que vender. No desde que la
fundación Cometas de Esperanza los sacó de la miseria.
El español Oscar Faes puso en marcha la ONG hace ya casi 14 años, cuando quedó
espantado al ver las terribles condiciones de subsistencia que, además de causar
múltiples enfermedades y accidentes, llevó a la muerte al menos a seis niños.
Andrés Cordero fue uno de esos «niños buzo», así denominados porque se sumergían en
la basura para buscar algo de valor o de alimento.
Llegó a Cometas de Esperanza casi con 13 años y, actualmente, con 23, compagina sus
estudios universitarios con la actividad de voluntario en la fundación, ubicada en el
barrio de La Mosca.
«Fue Oscar quien se acercó a mi madre y le dijo que si yo quería estudiar tenía las
puertas abiertas acá», explica a Efe.
Una oportunidad que pudo aprovechar ya que no suponía ningún gasto para su familia.
Docencia, comida, material escolar, ropa y una paga para compensar por el dinero que
dejaba de ganar por su trabajo en el vertedero: todo eso se lo daba la ONG, financiada
casi por completo por la española Fundación Barceló.
«Salir del basurero para empezar a vivir una nueva vida, conocer otras personas y
otras formas de vida…, cosas que yo no sabía que existían, es muy grandioso. Me
cambió la vida», señala Andrés.
En aquella época, pensaba que la del basurero «era una vida, vamos a imaginarnos,
buena, porque yo no conocía otra». Su rutina era largas jornadas entre la podredumbre y
bajo el inclemente sol caribeño.
«Tenía dos opciones, bajar a casa y que llegara el camión, botara la basura y yo no
conseguir nada, o quedarme y comer de la basura, beber el agua de ahí mismo y poder
hacer el dinero. Era una competencia constante. Había que asociarse con otros para
poder levantar el sustento», agrega.
Andrés es afortunado: nunca se pinchó con una jeringa y aunque se quemó en una
tierra caliente -el suelo quema fruto de la combustión de los desechos orgánicos-, no
quedó marcado de por vida, como algunos colegas.
Uno de sus compañeros murió. Después de comer algo de entre la basura que acababa de
soltar un camión, se acostó entre los despojos y se arropó con unos cartones. «El
camión no lo vio… No lo vio» y su cabeza quedó «totalmente desbaratada».
A pesar de la dureza de la situación, para algunos padres fue «difícil» aceptar que
los niños dejaran de trabajar en el vertedero. No fue el caso de su madre -soltera, sin
empleo y con nueve niños-, que aceptó de inmediato.
«Si yo no llevaba comida o el dinero, ¿de qué íbamos a comer?», argumenta.
Faes relata que se encontró con la situación «dantesca» de este vertedero de unos
600.000 metros cuadrados casi por casualidad.
Antes de escolarizar a los niños, hubo que rehabilitarlos en el plano sanitario y
nutricional. Llegaban con problemas digestivos, por la alimentación a base de basura;
respiratorios y epidérmicos, por el humo de la combustión de los desechos; y oculares,
por la constante exposición al sol. A eso hay que sumar fracturas, cortes y quemaduras
frecuentes.
En cuanto a las instalaciones escolares, se han ido ampliando con los años
actualmente albergan a 417 niños de entre 4 y 15 años y están oficialmente reconocidas
como centro educativo.
Ahora, Cometas de Esperanza, que ha sido premiada por su labor, se dispone a
convertir parte del basurero en un parque ecológico, para crear un espacio verde, áreas
recreativas y un lugar de homenaje a los pequeños que murieron por malvivir de la
basura.